Antes de tener a la Cachorrina, procuraba ir por la vida -y sobre todo, por la calle- aparentando cordura, y sensatez, (incluso iba peinada, maquillada y con tacones, pero ese es otro tema). Y, aunque es cierto que en ocasiones no lo conseguía del todo, porque tienden a pasarme cosas raras, creo que la mayor parte del tiempo lograba comportarme con una persona normal.
Sin embargo, después de la revolución hormonal del embarazo, el parto, el posparto, la lactancia y de las noches sin dormir, la cordura y la armonía neuronal brillan por su ausencia y te encuentras haciendo el majara por la calle por las razones más inverosímiles, (y no me refiero a cuando vas empujando la silla cantando en bucle las Canciones de la Granja 1 y 2 a grito pelado para aplacar la ira de la nena cuando se acerca la hora de comer).
Y es que el sábado, salí de paseo con la Cachorrina, mis suegros, que están de visita en la isla, y Coco,- el súper mejor amigo de la nena desde que su bisabuela se lo regaló hace mes y medio-, y a mitad de camino la nena se quedó dormida y dejó caer al pobre Coco, sin que ninguno de los cuatro nos diéramos ni cuenta.
Cuando unas calles más allá me percaté de que nos faltaba un miembro de la comitiva, en un ataque de "no sin mi muñeco", eché a correr como una loca desquiciada para desandar el camino recorrido en busca de Coco, con mirada de enajenada, buscando y rastreando las calles sin ver al peluche por ningún lado. Hasta que llegué al punto de inicio y me di cuenta de que alguien tuvo que haberse llevado a Coco, y entonces empecé a imaginar la tristeza infinita en la que se sumiría la Cachorrina al ver que Coco había desaparecido para siempre y que ya no podría ir corriendo a buscarlo al llegar a casa al grito de "Co-co-co-co-co-co", ni arrastrarlo y limpiar con él la mesa del salón, ni darle de comer el puré que ella no quiere metiéndole la cuchara hasta el esternón, ni morderle la nariz, zarandearlo o gritarle en zulú, ni llevarlo al parque y columpiarlo o tirarlo por el tobogán... Y como madre sin neuronas sanas que soy, empecé a llorar. Y llorando me acerqué a una pobre señora a preguntarle "si había visto algo sospechoso con un muñeco azul, de Barrio Sésamo, que es el favorito de mi hija, y ella lo llama Coco, es de las pocas cosas que sabe decir -moqueo sin parar-, y se le cayó en esta calle, y alguien se lo tuvo que llevar", "pues le compras otro, mujer", "es que ya no lo venden -sigo con el dramón-, se lo regaló mi abuela y es un muñeco de cuando yo era pequeña, y le encanta, y ahora nos lo robaron"... Y yo sonándome los mocos mientras la buena mujer me miraba con carita de pena, -que yo creo que si la achucho un poco me invita a un donut de chocolate para aliviarme el disgusto-.
Total que volví sobre mis pasos, arrastrando los pies y, debo reconocerlo: cagándome en toda la humanidad por cacos y por chorizos: que haber quién quiere el juguete de mi nena, que es suyo, que se lo devuelvan, hombre ya.. Cuando lo diviso a lo lejos en una barandilla de una bocacalle, sentado con su sonrisa y su nariz rosa, y sin vergüenza ninguna, doy un salto y grito "¡¡¡¡COCO!!!!" y salgo corriendo y lo cojo, y lo abrazo como a un hijo, y loca de felicidad voy corriendo a devolvérselo a la Cachorrina, ... que lo ignoró completamente porque estaba muy entretenida en los columpios. Con lo que Coco y yo habíamos pasado...
Y colorín colorado, este relato basado en hechos reales, sobre una mamá a la que se le han terminado los tornillos, se ha acabado. Que me gusta un drama... ;)