Hace tiempo asistí a una charla en la que una abogada nos explicaba cómo evitaba educar a sus hijos en la tradicional dicotomía rosa y azul para diferenciar al niño de la niña. Hasta ahí, me parece estupendo, aunque a mí el rosa me pirra. Pero luego quiso rizar el rizo, a mi modo de ver, explicando como a su hija le compraba Madelmanes destructores y a su hijo Barbies y Nenucos, porque entendía que los juguetes estaban orientando a los niños hacia unos roles determinados. Y, en parte, estoy de acuerdo con esa afirmación, especialmente cuando veo una fregona de juguete de color rosa, porque si una niña juega a limpiar la casa, no es porque sea inherente a su persona, es porque lo ve a hacer a sus padres en casa y ella quiere imitar todo lo que hacen los adultos, y lo mismo si es niño.
Pero, yo que soy de un feminismo más relajado, del vive y deja vivir, -porque que hombres y mujeres debemos ser iguales en derechos y deberes me parece tan obvio que no me gusta la reivindicación constante del nosotras y nosotros-, no podía evitar imaginarme a la hija de la buena mujer dándole biberones al anfetaminado guerrero, y al niño tratando de destruir al enemigo a base de patadas voladoras con la Barbie Princesa Prometida.
Y es que soy de las que piensa que hombres y mujeres somos maravillosamente diferentes, ni mejores ni peores, con nuestros pros y nuestros contras; complementarios en cualquier caso. Y que lo mismo que somos diferentes físicamente, lo somos en nuestra forma de percibir el mundo y de interactuar con él, como sucede con cualquier especie animal. Y supongo que los padres de niños de ambos sexos podrán comprobar que aún educándolos de la misma manera, sus cachorros son diferentes a sus cachorras.
Aunque si algo es el ser humano, es complejo, y nada quita para que las niñas disfruten como locas de jugar con coches de carreras y que un niño quiera para Reyes la bañera cambiador de Nenuco. De hecho, mi corta experiencia como madre me enseña que todos los niños (hablo en neutro) disfrutan y juegan con cualquier cosa que se les ponga por delante, sea lo que sea y tanto si en el anuncio sale un niño o una niña.
Digo todo esto porque la Cachorrina tiene sólo año y medio y un instinto maternal que te quedas muerto en el sitio: acuna a sus muñecos, los acuesta, los tapa, los peina, les cambia el pañal y les da puré metiéndoles la cuchara hasta las amígdalas. Y nadie le ha dicho que lo haga, y lo hace hasta con Coco, que no es un bebé rosado precisamente, lo que me hace pensar que es una niña con una cierta tendencia innata a algunas formas de jugar, aunque ello no quita para que en el parque muera por una pelota y una moto (a ser posible ajena).
Con esto quiero decir que me parece peligroso coartar de alguna manera los instintos primarios de los niños por miedo a estar imponiéndoles unos roles sociales. En mi caso tengo muy claro que si la Cachorrina me pide coches de carreras y vestir como un Backstreet Boy, eso tendrá (aunque muera de pena porque, presumida que es una, querría ponerle vestidos y bailarinas y que fuera presumida y hecha un pincel), y lo mismo, si algún día tengo un niño que quiere jugar a la Nancy y a ser Princesa Disney. Dejaré que ellos decidan y yo intentaré fomentar que sepan jugar a cualquier cosa, pero lo que tampoco haré será tratar de luchar contra sus inclinaciones naturales para evitar que caigan en la diferencia hombre/mujer. Que la hay, hombre ya. Y yo estoy muy orgullosa de ser mujer y de aquello que me diferencia y quiero que la Cachorrina también lo esté. Además, si no fuéramos tan diferentes en muchos aspectos, en esta vida nos reiríamos la mitad. Aunque, por supuesto, hay excepciones, también. Maravillosas las diferencias y maravillosas las excepciones. Pero que la Cachorrina quiere ser mamá, es así(n).